Edgar Allan Poe
Nacido en Boston, Estados Unidos, en 1809, 209 años atrás, y criado en
Inglaterra, ha sido considerado el padre de la novela policíaca, y el
maestro del horror y el suspenso. Su vida no estuvo muy apartada de su
obra, hasta el punto de que Baudelaire sostenía que escribía para ser.
Su muerte fue la síntesis de lo que había sido su vida. Un destartalado y
oscuro callejón, la noche, algún gato negro, sus pasos tambaleantes, la
locura desbordada, alucinaciones, terror… Edgar Allan Poe llegó a
Baltimore el 6 de octubre de 1849, procedente de Virginia. Se quejaba de
escalofríos. Se sentía débil, pero estaba feliz, feliz como muy pocas
veces antes. Iba rumbo a Nueva York después de haber dictado algunas
charlas sobre su poesía y la poesía en Richmond, en las que concluyó que
su único fin era ella misma. Quienes lo vieron lo percibieron elegante,
atildado, fino. Él fue, por aquellos días de otoño, su mejor obra. Lo
bello que tanto había defendido. Lo Bello, en mayúsculas, que al lado
del desapego por las ambiciones, el amor de una mujer y la vida al aire
libre había incluido en The Domain of Arnhaim como sus máximas
prioridades para acceder a la felicidad.
Poe, escribió tiempo después Charles Baudelaire, era “de singular
belleza. Tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas
protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están
encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y
donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad,
el sentido estético por excelencia. Tenía unos ojos grandes, sombríos y
luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al
violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque
levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario,
pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por
una melancolía habitual”.
La noche de su muerte iba con aquella melancolía a cuestas. Ingresó en
una taberna, según Baudelaire, “para tomarse un excitante cualquiera”.
Allí se encontró con algunos viejos amigos. Con ellos habló de sus
misteriosos tiempos juveniles en San Petersburgo y recordó, dijeron
luego algunos curiosos, cuando se quedó sin pasaporte, solo y tirado en
el piso, y lo salvó de terminar en prisión un cónsul de apellido
Middleton. También habló de poesía, de la belleza y la muerte, y dejó
como de sobremesa una frase suya de El gato negro que ya era de todos y
de nadie. “¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?”. Entonces se
despidió y salió a la calle. “A la mañana siguiente, en las pálidas
tinieblas del alba —escribió Baudelaire—, fue encontrado un cadáver en
la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la
muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo
nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo
transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7
de octubre de 1849, a la edad de 37 años, vencido por el delirium
tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o
dos veces”.
Bajo la sombra de su melancolía o de la euforia, de sentirse él mismo
uno de sus personajes o un simple gato aterrorizado, de creerse inmortal
o efímero, Poe solía despreciar a la humanidad, “un tropel de
miserables”, y a los Estados Unidos, “un pueblo sin aristocracia donde
el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer”.
Los dos, hombres y nación, supieron vengarse de él, en vida y después de
su muerte. Lo apartaron y difamaron, lo escupieron y humillaron. Fueron
su obra, sus personajes y tramas, su estilo y sus reflexiones los que
lo volvieron inmortal. Su obra, que era el origen de sus posteriores
delirios, o la consecuencia de ellos, también fue su tragedia y su
bendición. Poe, decían, dijeron, era incapaz de vivir sin sentir la
emoción de escribir, de crear una situación, de inventar un personaje.
La literatura era su venganza contra el mundo, y esa especie de
misticismo en el que caía lo llevaba al licor.
El licor, entonces, lo devolvía después a su sed de ficciones. El mundo
no tenía sentido como era. El mundo debía reinventarse, volverse bello,
honesto, leal, digno, y sólo podía serlo desde las letras, y sólo allí,
en las letras, Poe era él.
Fue él escribiendo ácidas críticas literarias en periódicos como The
Southern Baltimore Messenger. Fue él cuando compuso sus varios libros de
poemas y al escribir cada uno de ellos. Fue él, su melancolía y el
augurio de la muerte en El cuervo, y él en el somnoliento ritmo de El
durmiente. Fue él, cien mil veces él, olvidando la muerte de sus padres
cuando era niño, y el abandono de su protector, John Allan, por haber
comenzado a perderse en las drogas y el alcohol, cuando decidió escribir
cuentos para sobrevivir. Fue él creando El escarabajo, la historia de
la búsqueda de un tesoro enterrado; Los crímenes de la calle Morgue, el
relato de unos misteriosos asesinatos investigados por Auguste Dupin; El
pozo y el péndulo, una trágica pintura de crueldad, y decenas de
cuentos más que lo liberaban de sus ansias. Poe fue asesino, vengador y
verdugo, e incluso, en una novela que dejó inconclusa y tituló La
narración de Arthur Gordon Pym, fue antropófago en los últimos confines
del universo que eran blancos y sólo blancos.
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